lunes, 29 de noviembre de 2010

Willy


Ahora viejo, protegido por la frescura de la parra; con el bastón descansando en el tronco; mis ojos entristecen y mi corazón sonríe agradeciendo el anciano patio.
De todos los recuerdos que se van borrando, uno viene desde su penumbra a juzgarme. Es uno de imágenes creadas por una pena sobre la que rengueo a veces.
Humillar a Johnny Cabeza de Mosca O'Henry fue un acierto y un ejemplo para los demás policías que se la daban de insobornables. Johnny era el perro del hortelano; el perfecto idiota, una molestia que se paseaba orgullosa por la calle con su familia pobre, luciendo honestidad, despreciandomé. Pero hacer que Willy Deditos de Junco Parkinson lo siguiera de cerca fue tal vez una precaución exagerada. Quizá debí dejarlo terminar.
Willy tiene ahora muchas caras que van cambiando en lo apretado del tiempo: Willy acompañandomé a la iglesia para meternos en sacrilegio a la cola de la comunión; Willy cortandolé la mejilla con un trozo de botella a Jorgito Villalba porque me había empujado en la fila de la escuela; Willy en un De Carlo 700 azul, trajeado para el baile. Pero la misma cara de satisfacción cuando le tocaba una tarea: cortar un rostro, apuñalar, hacer una garganta. El mismo orgullo de labor bien realizada. Cuando las armas de fuego lo reemplazaron comenzó a trabajar con mejor paga en un galpón que usábamos  como depósito; ya no más salidas a la calle; se había vuelto un perfeccionista. Los muchachos lo veían trabajar; con pasión, sin dejarse llevar por la premura. Yo asistía, ocasionalmente, a su taller. Trabajaba sobre una mesa de disección: tratando de mantener entretenido al paciente, comentandolé su tarea con voz de amable docente. Sus diseños no carecían de belleza; fue una de sus obras más celebradas lo que hizo con la hija menor de Pete Chizito Martínez: un cabeza dura que hubiera dejado matar a toda su familia sin cambiar de parecer; pero al ver a su princesita con filigranas y arabescos desde las rodilla al cuello desde los codos a la espalda sin tocar la cara, los pies y las manos; accedió a trabajar conmigo. Los negocios marcharon bien. A la chica le regalé un vestido apropiado que cubría las cicatrices.
Pero fue con el trabajo de Johnny Cabeza de Mosca O'Henry cuando Willy perdió los nervios. Sin comer ni dormir, sólo whisky con agua; tardó cuatro días en grabar un laberinto de finos pasillos que a veces aprovechaban la huellas dactilares; que tenía jardines en los pezones; un Lascaux en el interior de las mejillas. El cuerpo proveía a Willy mas recursos de los que puede ver un simple hombre de negocios. Sólo cortes que apenas superaban la profundidad de la piel. Al terminar quedó exhausto y feliz. 
O'Henry eventualmente volvió a las calles; poco después se disparó un escopetazo en el ojo. Willy al enterarse cayó enfermo, habían arruinado su logro mayor; deprimido y sostenido por el delirio, solía asomarse al balcón de su cuarto del Hotel Sussex y gritar: “¡la piel, la piel, la piel!” hasta caer desmayado o enumeraba los nombres de sus pacientes recomenzando sin fin la cuenta.
Lo encontramos desnudo en lo que había dado en llamar su atelier trabajando sobre sí; en la mano derecha un espejito y en la otra el escalpelo. Me suplicó que lo dejara terminar. No pude. Su lápida reza: William D.J. Parkinson; Artista; 1941-1974.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Mi ñaña


Le di un cincuenta por las cervezas. El guaso nos decía que esperáramos un poco más porque el horno andaba mal pero que la pizza la tenía que cobrar porque ya estaba pedida y la estaban haciendo. Mi hermano todavía no había roto nada pero todavía no le entregaban la pizza, así que los apurábamos porque además teníamos que irnos rápido por si llegaba la cana; pero ya era tarde: mi hermano estaba arrancando el canasto de la basura de la calle, ladeandoló, hasta que el caño se cortó al ras de la vereda. Entonces ya no hubo arreglo posible, porque entró con ese canasto como si fuera el martillo de Thor y empezó a pegarle a todo. Para mi gozo enumero: mesas con o sin parroquianos; botellas de vino en repisitas; la caja registradora símil antigua; toda cosa destructible; lamparitas dicroicas; todo a los canastazos. El tipo de la pizzería y la novia estaban en un rincón, y el loco fijó su atención hacia un nuevo ángulo de su visión perdida, y ahí estaban los platitos de adorno con dibujos italianos de viñas y góndolas; parecía que le había agarrado el gusto a pegarle a los platitos porque a todos los iba rompiendo igual: iba quedando un trozo de cada platito enganchado a los clavos con ese alambre en ve corta que tienen atrás, hasta que empezó con las cosas del mostrador. No quedó nada sano pero a los guasitos no los tocó para nada. La chica lloraba y el tipito la tenía como protegida en una pose entre valiente y suplicante. La cuestión agarramos y nos fuimos en las motos: yo y mi ñaña en una y el Fede en la suya. Ya habían llamado a la cana, y nos persiguieron hasta las casas, pero no los dejamos entrar. Así que estaban ahí afuera. Estuvieron como una hora detrás de la reja del jardín esperando la orden del juez. Mientras, iban llegando más canas en móviles y chatas. La madre del Fede estaba en la puerta diciendo que nosotros no habíamos hecho nada. Pero no hubo caso: entraron, y aunque nosotros, que nos habíamos bañado y perfumado, estábamos acostados haciéndonos los otarios, lo mismo nos alumbraron la cara con linternas y nos apuntaban; hubieran prendido la luz pero se ve que ya estaban cebados a lo SWAT. Nos sacaron y nos cagaron a patadas a los cuatro: a mí, a mi hermano, al Fede y al hermano del Fede, que no tenía nada que ver y recién llegaba de la iglesia. No pudo zafar aunque explicó, y todos les explicábamos, que estaba estudiando para pastor en la evangélica del barrio. Más duro le dieron por llevar corbata. “Esto es insidioso”, le dijo la madre del Fede al oficial, porque ya los tratábamos de oficiales para ahorrarnos patadas. Y todos nos quedamos mirando a la vieja porque creíamos que le estaba diciendo idiota, y el cana por las dudas nos empezó a pegar mas fuerte. Y así estuvimos una semana amansados en cana, y por suerte los de la pizzería no denunciaron porque mi vieja pagó una parte de los daños y les juró que ella haría lo imposible para que mi hermano no los molestara más. Por fin le dieron la pizza que habíamos pagado porque la doña no iba a dejar de llevarse lo que era nuestro. Ésa fue nuestra primera comida en cana: pizza con Coca-Cola.