lunes, 14 de mayo de 2012

Papi

En casa ha sido mi madre quién recibió la noticia; es de noche y mi padre aún no ha llegado del taller con un paquete de papel de diario envolviendo ropa sucia; con el paquete de caramelos Stani de frutilla.
La calle es ancha entre veredas altas, oscura y fria en junio de 1978, voy como salvoconducto ante los posibles ladrones, de la mano de un tio policía vestido de civil, internándonos hasta que de un lado de la calle sólo hay campo, la sombra de carros y caballos entre los yuyos secos. Pregunto a qué vamos, a decirle algo a la Clemi, qué, no te puedo decir es cosa de grandes; insisto inútilmente. Pregunto por la fuerza del elefante, por la vista del lince, por la velocidad en el vuelo del alcón peregrino, no hay entusiamo en sus respuestas, no quiere jugar. Yo no conozco el camino, y teniendo en cuenta que nunca me llevaría un grande a ningún lado ¿ Porqué voy yo? ¿ Porqué mi madre me ha cedido? Antes de cruzar el canal maestro, nos metemos en Barrio Comercial. Llamar a la puerta. Tía Clemi recibe la noticia sin hacernos pasar y llora, varias veces repite dos nombres como  golpeándolos; uno es el de mi padre, si bien no se dirige a mí, me siento golpeado y culpado. Entramos y no recuerdo más palabras o imágenes, solo una luz amarillenta y paredes azules. Me quedo quieto y sentado, algo muy inusual en mí.
En viaje a Alta Gracia, paraíso perdido, camino que haré cientos de veces en autos varios y menos veces en ómnibus, o a pie solo una; me entero de que Papi, mi abuelo, ha muerto; para los demás nietos, El Nono.
En la casa de la calle Brasil, apenas entrar estaba la mesita cuadrada del comedor y el taller de zapatero, un reloj eléctrico blanco cuelga sobre la entrada al pasillo. Ahora Papi está acostado dentro de un cajón oscuro demasiado alto, rodeado de velas artificiales y objetos de zinc. Alguien me levanta para besar su frente helada y huesuda sin sombrero, a todos los nietos les hacen igual. Todos recuerdan esa sensación en los labios. Se reza el rosario.
Mi padre es capaz de llorar, tiene los ojos enrojecidos y su mirada pasa a travez de mis ojos. Yo creo que debería llorar pero no puedo. Hay café incluso para mí, en algunos pocillos se vierte además otra bebida. De día ya, hay conciliábulo sólo de hermanos en el dormitorio principal.
 Los albañiles cierran el nicho mientras leo el epitafio bajo la foto de una niña sonriente. Cualquiera puede morir por más alegre que esté o cuánto lo quieran sus padres y hermanos, aunque no haya llegado a viejo. Trato de perderme inútilmente por las callecitas bordeadas de un hilo de agua, de sentirme extraviado, pero solo siento una inquietud de juego inventado. Jamás me pierdo. Robo un puñado de piedritas blancas picadas que adornan una tumba. Encuentro un panteón abierto y entro, rodeado de cajones cierro la puerta de reja y vidrio para probar mi miedo. Pronto salgo simulando calma, dejando que el terror me ataque años más tarde y vuelvo con los demás. Llenan con agua los floreros, ponen flores, tocan la pared de rafa recien levantada y se persignan. Dónde estabas, me pregunta alguien, quedate por acá.
 De regreso a la casa veo que  mi padrino está en el patio haciendo el asado y afilando la cuchilla con la chaira. De pronto ríen entre vasos y comida los que antes lloraban, y no lo entiendo ¿cómo pueden reir a carcajadas? ¿Tan pronto puede volverse a reir? Me enojo secretamente con ellos.


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